Primero el
cien, después el
atorce y ahora esto. El otro día estuve esperando un rato largo en el correo para enviar un paquete y escuché a un nene dándole una clase de matemática a la madre. No pude retener toda la genialidad enunciada ese día pero lo que me acuerdo lo documento.
La primera lección fue sobre el 111, o como él lo describió, el uno y el uno y el uno. Pero sabé que si al escribirlo yo con números vos lo leíste como ciento once, estás en un grave error. El nene no pudo ser más explícito al respecto: “el uno y el uno y el uno es un número que se llama
dieciuno”.
La madre casi no le daba bola. Su siguiente indicación fue sobre la sucesión. Después del dieciuno viene el veintisiete, después el veintiocho, después el veintinueve, y después el
sesenta y ocho. No recuerdo cómo es que se escribía el sesenta y ocho con números, pero era una cosa igual de descabellada.
Después pasó a explicar lo que pasa con las propiedades de los números cuando modificás el orden de los dígitos. El 12, por ejemplo (o mejor dicho: “si ponés el uno adelante y el dos atrás”), se llama doce. Mientras que si invertís el dibujo, “el dos adelante y el uno atrás”, se llama
tleinta y uno. No sabría exactamente si la L era un defecto de la pronunciación o parte del nombre inventado. Lo que más me sorprende, en realidad, es que el muchacho ignorara cosas tan básicas como la formación del veintiuno, pero manejara a la perfección lo de “adelante” y “atrás” en las palabras, que yo siempre me los mezclo cuando no lo pienso durante media hora antes de hablar.
La madre, en esta parte de la clase, se percató de lo que su hijo le estaba diciendo y lo corrigió. Le explicó que si bien es cierto que 1 y 2 arman el doce, el 2 y el 1 arman en realidad el veintiuno. La respuesta del chico fue contundente: “No, mamá,
el veintiuno no existe”.
Y el último de los datos que recuerdo es uno de los últimos que dijo: “Hay un número que se llama
sesén”. La madre lo miró como insistente, esperando que dijera la última sílaba de sesenta, pero nunca vino. El número se llama sesén. ¿Cómo se escribe? “Un tres con un cinco y un cinco.”
Lo que podría decir que pasaba es lo que describí con
Atorce, un nene tratando de hacer de cuenta que sabe contar. Imitando lo que él percibe de su profesor, por ejemplo, cuando les enseña los números. Imitando, en realidad,
lo que él entiende de lo que se les enseña. Y algo de eso hay, pero no sé si es todo.
Porque yo había descripto a mi hermana inventando números en voz baja, balbuceando con la intención de que nadie prestara mucha atención, de que cualquiera pensara por defecto “y bueno, si está contando debe estar contando bien”. Este chico, en cambio, estaba predicando su verdad, totalmente confiado y explicando las tablas de combinación de dígitos hasta donde él las entendía.
No era simplemente que no entendiera la matemática y la presentara vagamente. No entendía la matemática y la había reemplazado decididamente por otra cosa. Mi teoría es que el chico en realidad estaba pensando en la alquimia. ¡Y qué alquimista! Trataba a cada número como un compuesto con propiedades místicas, que podía reaccionar con cualquier otro y formar un número nuevo, sorprendente, que habría que ir corriendo a agregar en las enciclopedias. Mencionaba números como quien menciona pokemones, elementos memorizados de una tabla, que se pueden encontrar en la naturaleza y que reaccionan de manera diferente a diferentes tratamientos. Algunas combinaciones simplemente no existían, dígitos que los podés poner juntos pero no generan ningún número real.
Y lo peor es que al fin y al cabo los números un poco así son.