jueves, 24 de enero de 2013

Atorce


Otra de números. Tuve el entretenimiento de ver a mi hermanita crecer de un bebé minúsculo e insignificante a una adolescente hecha y derecha. Y por supuesto, la vi y hablé con ella mientras ella aprendía a contar.

Una vez la escuché mientras se disponía a contar desde uno hasta donde conociera. La cosa vino bien los primeros diez números. Hasta el catorce pudo también. Después del catorce, sin embargo, vino el atorce. Y más tarde el siuno, y después atisiete. Y así.

En realidad no sabría decir cuáles fueron exactamente los números que inventó aquel día, pero eran todos muy interesantes. Me fascinó su comportamiento. De la misma manera que muchas veces me trató de convencer de que sabía leer, sólo que no en voz alta, y se quedaba mirando una hoja escrita con cara de concentrada, ahora estaba tratando de hacer de cuenta que conocía todos los números que venían después del catorce.

Es muy común que los chicos imiten comportamientos que ven en los adultos, como por ejemplo contar. Aunque no sepan exactamente cuál es el propósito de las acciones, o los detalles y los conocimientos requeridos para llevarlas a cabo, tratan de imitar los síntomas, la parte superficial que ellos identifican. Y en realidad los adultos hacemos lo mismo, sólo que uno de los comportamientos que ya aprendimos es a identificar qué comportamientos son más difíciles de impostar frente a la gente que los maneja mejor que nosotros.

Y eso es un poco lo interesante, ¿no? Que convivimos todos los días en esta sociedad con seres humanos que ignoran, por ejemplo, la sucesión de los números naturales, y cuán unívoca e infalsificable es. Y sin embargo podemos hablar con ellos y discutir con ellos y sentir por ellos casi todas las emociones que podemos sentir por la gente de nuestra edad, e incluso más. Son gente que ignora lo precisa, lo inconfundible que es la cadena de números naturales para alguien que ya la maneja. Pero no tienen manera de averiguarlo sino pretendiendo que la saben.

Tampoco tienen manera de saber si pueden fingir el llanto. Y después quizá descubren que sí, que pueden hacer que algún adulto crea que efectivamente están llorando. No tienen manera de distinguir entre llorar y contar, qué acciones son infalsificables y cuáles están más abiertas a interpretación. De la misma manera que nosotros, hasta que no lo intentamos, no sabemos si podemos fingir que nos reímos cuando en realidad no entendimos el chiste. O fingir que caminamos distraídos por la calle cuando en realidad pensamos en si nos vemos ridículos o no. O fingir que sabemos cómo hacer un trámite cuando en realidad estamos leyendo el formulario con la esperanza de que nos ilumine el asunto. O fingir que nuestra vida es interesante cuando en realidad estamos preguntándonos cómo es que todas las cosas les pasan siempre a los demás.

Así que alguno de estos días mando todo a la mierda y me fijo si puedo contar hasta atisiete yo solito.

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