sábado, 2 de marzo de 2013

Accidental Space Spy

The Accidental Space Spy es una historieta escrita e ilustrada por el talentoso e impronunciable Øyvind Thorsby. Es completamente gratuita, está disponible para leer en línea y se está publicando a razón de dos o tres páginas por semana.

Se trata de un señor común y corriente, cuyo nombre desconocemos, casualmente idéntico a un espía espacial de renombre llamado Plume. El planeta Petrevolt contrata a este Plume para una misión que requiere de su habilidad y conocimientos, pero termina abduciendo por accidente a nuestro protagonista. Sabiendo que no puede contar la verdad, porque Petrevolt ordenaría su ejecución por “saber demasiado”, el señor pretende ser Plume, y va recorriendo diferentes planetas y aprendiendo de las costumbres de todas las especies de la galaxia.


Con el estilo gráfico ya característico de Thorsby, similar al de sus otros trabajos (Hitmen for Destiny y Lies, Sisters and Wives), la historia del falso Plume y del Señor Cara de Papa verde que se lo confundió por el agente real, se desenvuelve en un mundo extravagante de líneas negras, gruesas y monótonas, rellenadas con planos de colores saturados, como los dibujos de una persona que acaba de abrir el Paint por vez primera.

Difícil acostumbrarse en un principio, puede ser. Pero con el correr de las tiras, uno termina fascinado con la simpleza del diseño. Y es fácil entender que el estilo tan simplista le facilita al autor continuar la historia a un ritmo bastante acelerado, y también le da libertad para representar a los extraterrestres más complejos imaginados por el hombre sin necesidad de detenerse demasiado en la verosimilitud de la representación.


La escritura es extremadamente interesante. Aunque los personajes no son tan profundos como se puede esperar en otros trabajos, cada uno tiene ciertas características distintivas muy particulares, seleccionadas sabiamente y que no responden a ningún estereotipo conocido por el hombre. Cada vez que un personaje nuevo aparece en escena, uno se está preguntando cuál será su personalidad particular, qué afección singular tendrá al hablar, qué cosas valorará sobre qué otras. Y la respuesta a esas preguntas es siempre una sorpresa grata.

Definitivamente lo más interesante de la historia, sin embargo, son las razas alienígenas que Thorsby crea para cada nuevo capítulo, y particularmente los hábitos de apareamiento que cada especie lleva a cabo, cada uno más estrafalario que el anterior:

  • Están los huggians, que no se sienten atraídos a sus hembras, a quienes casi nunca ven, sino a las trampas mortales que las hembras fabrican para proteger sus huevos. Mientras más mortales, más atractivas.
  • Están los tailcutters (corta-colas) del Planeta de la Castración, que cuando son esterilizados ofrecen instintivamente atenciones y cuidados a su familiar fértil más cercano. Los individuos fértiles, por lo tanto, tratan todo el tiempo de castrar a sus familiares fértiles para ganar esas atenciones y cuidados, y para no ser castrados ellos mismos.
  • Los fringurfringurs del planeta Vlymsorvlymsor, donde hasta la mentira más intrascendente se castiga con la muerte. Es particularmente interesante la manera de hablar de los fringurfringurs, el estilo de discurso desarrollado por quienes saben que cualquier metáfora o imprecisión puede costarles la vida. Me recuerdan a otro gran personaje del mismo autor: Jymre.
  • El Planeta de los Cuadernos Vivientes, donde ninguna criatura tiene una memoria de más de unos minutos, y donde habitan los cuadernos vivientes, unas criaturas que escriben en su propio cuerpo toda la información que necesitan para sobrevivir y reproducirse.
  • Los srunners de El Mejor Puto Planeta que Hay, cuyas hembras almacenan en un órgano interno el semen de todos los machos con los que tuvieron sexo en la vida, y pueden decidir a voluntad cuándo embarazarse y con la semilla de quién.
  • Los twolesies del Planeta de la Zona de Gravedad Invertida, que creen en la magia al punto de que son capaces de alucinar con todos los sentidos cualquier magia que un hechicero diga que va a hacer, e incluso pueden morir en el acto si un hechicero les dice que les aplicó un encanto mortal.

Todos estos planetas y estas criaturas que los habitan, y el curso evolutivo que las llevó a ser como son, están pensados con un nivel de detalle extraordinario. Y como tengo pensado escribir algunas cosas sobre esta historieta en el futuro, quería señalarla primero ahora, aunque para hacerlo tuviera que escribir esto que es esencialmente una lista de características sin ningún sentido particular más que comentar que esta historia existe y que vale la pena echarle un ojo.

viernes, 25 de enero de 2013

Sesén


Primero el cien, después el atorce y ahora esto. El otro día estuve esperando un rato largo en el correo para enviar un paquete y escuché a un nene dándole una clase de matemática a la madre. No pude retener toda la genialidad enunciada ese día pero lo que me acuerdo lo documento.

La primera lección fue sobre el 111, o como él lo describió, el uno y el uno y el uno. Pero sabé que si al escribirlo yo con números vos lo leíste como ciento once, estás en un grave error. El nene no pudo ser más explícito al respecto: “el uno y el uno y el uno es un número que se llama dieciuno”.

La madre casi no le daba bola. Su siguiente indicación fue sobre la sucesión. Después del dieciuno viene el veintisiete, después el veintiocho, después el veintinueve, y después el sesenta y ocho. No recuerdo cómo es que se escribía el sesenta y ocho con números, pero era una cosa igual de descabellada.

Después pasó a explicar lo que pasa con las propiedades de los números cuando modificás el orden de los dígitos. El 12, por ejemplo (o mejor dicho: “si ponés el uno adelante y el dos atrás”), se llama doce. Mientras que si invertís el dibujo, “el dos adelante y el uno atrás”, se llama tleinta y uno. No sabría exactamente si la L era un defecto de la pronunciación o parte del nombre inventado. Lo que más me sorprende, en realidad, es que el muchacho ignorara cosas tan básicas como la formación del veintiuno, pero manejara a la perfección lo de “adelante” y “atrás” en las palabras, que yo siempre me los mezclo cuando no lo pienso durante media hora antes de hablar.

La madre, en esta parte de la clase, se percató de lo que su hijo le estaba diciendo y lo corrigió. Le explicó que si bien es cierto que 1 y 2 arman el doce, el 2 y el 1 arman en realidad el veintiuno. La respuesta del chico fue contundente: “No, mamá, el veintiuno no existe”.

Y el último de los datos que recuerdo es uno de los últimos que dijo: “Hay un número que se llama sesén”. La madre lo miró como insistente, esperando que dijera la última sílaba de sesenta, pero nunca vino. El número se llama sesén. ¿Cómo se escribe? “Un tres con un cinco y un cinco.”

Lo que podría decir que pasaba es lo que describí con Atorce, un nene tratando de hacer de cuenta que sabe contar. Imitando lo que él percibe de su profesor, por ejemplo, cuando les enseña los números. Imitando, en realidad, lo que él entiende de lo que se les enseña. Y algo de eso hay, pero no sé si es todo.

Porque yo había descripto a mi hermana inventando números en voz baja, balbuceando con la intención de que nadie prestara mucha atención, de que cualquiera pensara por defecto “y bueno, si está contando debe estar contando bien”. Este chico, en cambio, estaba predicando su verdad, totalmente confiado y explicando las tablas de combinación de dígitos hasta donde él las entendía.

No era simplemente que no entendiera la matemática y la presentara vagamente. No entendía la matemática y la había reemplazado decididamente por otra cosa. Mi teoría es que el chico en realidad estaba pensando en la alquimia. ¡Y qué alquimista! Trataba a cada número como un compuesto con propiedades místicas, que podía reaccionar con cualquier otro y formar un número nuevo, sorprendente, que habría que ir corriendo a agregar en las enciclopedias. Mencionaba números como quien menciona pokemones, elementos memorizados de una tabla, que se pueden encontrar en la naturaleza y que reaccionan de manera diferente a diferentes tratamientos. Algunas combinaciones simplemente no existían, dígitos que los podés poner juntos pero no generan ningún número real.

Y lo peor es que al fin y al cabo los números un poco así son.

jueves, 24 de enero de 2013

Atorce


Otra de números. Tuve el entretenimiento de ver a mi hermanita crecer de un bebé minúsculo e insignificante a una adolescente hecha y derecha. Y por supuesto, la vi y hablé con ella mientras ella aprendía a contar.

Una vez la escuché mientras se disponía a contar desde uno hasta donde conociera. La cosa vino bien los primeros diez números. Hasta el catorce pudo también. Después del catorce, sin embargo, vino el atorce. Y más tarde el siuno, y después atisiete. Y así.

En realidad no sabría decir cuáles fueron exactamente los números que inventó aquel día, pero eran todos muy interesantes. Me fascinó su comportamiento. De la misma manera que muchas veces me trató de convencer de que sabía leer, sólo que no en voz alta, y se quedaba mirando una hoja escrita con cara de concentrada, ahora estaba tratando de hacer de cuenta que conocía todos los números que venían después del catorce.

Es muy común que los chicos imiten comportamientos que ven en los adultos, como por ejemplo contar. Aunque no sepan exactamente cuál es el propósito de las acciones, o los detalles y los conocimientos requeridos para llevarlas a cabo, tratan de imitar los síntomas, la parte superficial que ellos identifican. Y en realidad los adultos hacemos lo mismo, sólo que uno de los comportamientos que ya aprendimos es a identificar qué comportamientos son más difíciles de impostar frente a la gente que los maneja mejor que nosotros.

Y eso es un poco lo interesante, ¿no? Que convivimos todos los días en esta sociedad con seres humanos que ignoran, por ejemplo, la sucesión de los números naturales, y cuán unívoca e infalsificable es. Y sin embargo podemos hablar con ellos y discutir con ellos y sentir por ellos casi todas las emociones que podemos sentir por la gente de nuestra edad, e incluso más. Son gente que ignora lo precisa, lo inconfundible que es la cadena de números naturales para alguien que ya la maneja. Pero no tienen manera de averiguarlo sino pretendiendo que la saben.

Tampoco tienen manera de saber si pueden fingir el llanto. Y después quizá descubren que sí, que pueden hacer que algún adulto crea que efectivamente están llorando. No tienen manera de distinguir entre llorar y contar, qué acciones son infalsificables y cuáles están más abiertas a interpretación. De la misma manera que nosotros, hasta que no lo intentamos, no sabemos si podemos fingir que nos reímos cuando en realidad no entendimos el chiste. O fingir que caminamos distraídos por la calle cuando en realidad pensamos en si nos vemos ridículos o no. O fingir que sabemos cómo hacer un trámite cuando en realidad estamos leyendo el formulario con la esperanza de que nos ilumine el asunto. O fingir que nuestra vida es interesante cuando en realidad estamos preguntándonos cómo es que todas las cosas les pasan siempre a los demás.

Así que alguno de estos días mando todo a la mierda y me fijo si puedo contar hasta atisiete yo solito.

miércoles, 23 de enero de 2013

Cien


Tengo un recuerdo relacionado con los números de cuando yo era chico. Le pregunté una vez a mi madre si el número 100 era grande o no. Seguramente hacía poco había aprendido a contar hasta cien. Ella me respondió que depende, y me dio ejemplos de situaciones en las que cien de algo es mucho y otras en las que cien de algo es muy poco. No recuerdo los ejemplos, pero no son difíciles de imaginar: cien leones para cazar es mucho, cien pelos en una cabeza es muy poco, cien empanadas para cocinar es mucho, cien granos de arroz muy poco. Etcétera.

También me acuerdo de haberme enojado con su respuesta. No enojado, en realidad, pero sí me pareció que eludía deliberadamente el punto de la pregunta. Porque yo no preguntaba por el número cien en relación con las cosas que se podían contar con él, yo preguntaba por su tamaño intrínseco. POR SUPUESTO que el número cien era grande. Si cualquier número era más chico o más grande que otro, entonces todos los números tenían que tener algún tamaño. Independientemente de qué cosa se pudiera contar con ellos. Y el tamaño del cien era “grande”, sin duda.

Ahora veo que en realidad la respuesta de mi madre tenía mucho sentido. Ningún número tiene un tamaño intrínseco realmente. Lo que pasaba era que para esa edad yo no conocía nada que, viniendo en centenares, fuera poco. O al menos, si lo conocía, nunca lo había contado, porque hasta entonces no había sabido cómo contar hasta cien.

Y en efecto, reflexionando sobre el tema, creo que lo que en ese momento yo interpretaba como tamaño intrínseco (aunque probablemente no supiera lo que significaba “intrínseco” si vamos a ser honestos) era no el tamaño del número, sino el tamaño del esfuerzo necesario para contar hasta ese número partiendo desde el 1. Y tampoco sospechaba, supongo, que el esfuerzo que demanda contar hasta cien fuera relativo también, y dependiera de quién lo está contando.

De manera que la única respuesta es que no hay respuesta. Y por eso es que la pregunta es tan interesante, y me sigue volviendo a la memoria. Porque al fin de cuentas, el número cien, ¿es grande o no es grande?

lunes, 24 de diciembre de 2012

El atractivo del zombi

Muy bien, estuve hablando de zombis y de lo mucho que me gustan. Lo que no hice fue explicar POR QUÉ me gustan. ¿Pero realmente hace falta que aclare qué hace a los zombis tan atractivos e interesantes para la imaginación de un narrador?

OK OK, no niego que HAY cosas más atractivas en el mundo, pero éste al menos puede ir por el Full Monty.

Es famosa la consideración de Oesterheld sobre su Eternauta y la calidad del héroe que en su historia se opone a la invasión extraterrestre:
Ahora que lo pienso, se me ocurre que quizás por esta falta de héroe central, el Eternauta es una de mis historias que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe “en grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo.
Tiene mucho de verdad. En la vida, nadie se encuentra con UNA persona que es genial y lucha por el bien. Nadie se topa con UN señor oscuro absoluto que vive para causar terror. Los personajes de la mayoría de los conflictos humanos no son, paradójicamente, personajes, sino agentes colectivos de decisión.

En mi opinión, lo que le da esa calidad tan única al Eternauta (que nunca vi como una historieta genial, pero sí única) es lo que hace a los zombis unos adversarios igualmente únicos: su colectividad. Los zombis son un antagonista colectivo. No hay UN gran monstruo a derrotar, no hay UNA explosión lo bastante grande como para erradicar la amenaza. UNO SOLO difícilmente es un peligro, pero los zombis no son UN monstruo, son legiones.

“Bueno, ¿y qué?” podrá decir alguien.

“Los gremlins, los pájaros de Hitchcock, los extraterrestres de cualquier película… monstruos colectivos son moneda corriente en las películas de terror”. Y algo de razón hay en eso, pero falta señalar una característica más: los zombis no son amenazas externas, monstruos de origen desconocido que vienen de nadie­sabe­dónde a matar gente nadie­sabe­por­qué. No, los zombis somos NOSOTROS. Todo ser humano es un zombi en potencia. Cuando las naciones caen ante la Pandemia Zeta, todos podemos ser víctimas y victimarios.

El zombi es la encarnación de la muerte, que no es otra cosa que el enemigo último. Es i­rre­vo­ca­ble­men­te invencible, porque la única manera de asegurar su destrucción es destruir al último humano vivo, es decir, sólo podemos vencerlo venciéndonos a nosotros. El zombi es el miedo a la muerte y el miedo a la muerte de los que amamos, pero también es el miedo de morir EN MANOS de los que amamos, y el de matarlos nosotros mismos. No hay otra criatura concebible que sintetice tan perfectamente los peores terrores del homo socialis.

¿Cómo se comporta un ser humano ante tamaño enemigo? ¿Qué decisiones toma? ¿Qué forma adquiere la sociedad cuando sus integrantes tratan de sobrevivir un peligro así? En esas preguntas, y en las respuestas que cada uno pueda darles, está el encanto de los zombis como elemento narrativo.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Zombis

Acabo de terminar de jugar el quinto y último capítulo de Telltale’s The Walking Dead, y me puse a pensar un poco en lo interesantes que son los zombis, no sólo como monstruos para dar miedo en una historia que lo necesite, sino también como dispositivos narrativos útiles para guiar historias que penetren en este asunto tan curioso y profundo que es la moral humana.


Desde la primera vez que vi 28 Days Later, aprendí a apreciar un nuevo tipo de zombi, que la película inventó o popularizó, y que aparece también en las geniales Zombieland y [•REC]: el ZOMBI VIVO. Es el zombi que, a diferencia del cadáver caminante clásico, está completamente vivo, como cualquier hijo de vecino, sólo que en una especie de trance asesino irreversible.


Desde esta película es que me interesaron las historias de supervivientes de la catástrofe zombi, y durante mucho tiempo estuve convencido de que el zombi vivo, el que no es un zombi en el sentido entero de la palabra, el mero humano infectado, posibilitaba historias mil veces más interesantes que las historias que generan típicamente los zombis más clásicos.

The Walking Dead, sin embargo, tiene zombis clásicos, los muertos que muerden, y sus historias y personajes son extraordinarios. Estoy hablando tanto de la serie de televisión como del juego (y seguramente la historieta, cuando me tome el tiempo de leerla). Yo realmente pensaba que para hacer una historia interesante de zombis era necesario apelar a un virus tipo la rabia, hacerlo más creíble científicamente, y poner zombis que se transforman en segundos sin necesidad de sufrir horas de fiebre. Pero bueno, The Walking Dead me mostró que nada de eso es necesario, lo único necesario es escribir bien.